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Ser la sal y la luz del mundo 11/4/1987 Vocación y misión de los laicos

Ser la sal y la luz del mundo





Homilía en Rosario: Vocación y misión de los laicos (*)
(*) Homilía del Santo Padre Juan Pablo II – de la misa celebrada en el Parque Independencia de la ciudad de Rosario (Argentina) el Sábado 11 de abril de 1987

Síntesis
1. Saludos iniciales
2. Vocación y misión de los laicos, que han de ser, según las recomendaciones de Cristo, sal de la tierra y luz del mundo.
3. La vida de la Iglesia primitiva, narrada en los Hechos de los Apóstoles, nos muestra como la primera generación de cristianos siguió esas recomendaciones del Maestro.
4. La Carta a los Efesios nos revela como los laicos han de vivir de manera digna de la vocación recibida, practicando las virtudes según el modelo del mismo Cristo.
5. La respuesta del Concilio Vaticano II a la cuestión de cómo los cristianos son sal de la tierra y luz del mundo se sitúa en continuidad homogénea con la Revelación neo-testamentaria, teniendo en cuenta la realidad del mundo contemporáneo y el permanente estado de misión en que vive la Iglesia y, por tanto, también los laicos.
6. Todos los cristianos participan de la única misión de la Iglesia. A los laicos corresponde especialmente el tratar y ordenar según Dios los asuntos temporales; esta función se inserta dentro de la misión de transformación del mundo por el Evangelio, que corresponde a toda la Iglesia. Fidelidad de los laicos a su misión en el mundo actual, con sus luces y sombras.
7. Algunos cometidos principales del apostolado de los laicos en Argentina: la familia, la justicia, la educación y la cultura.
8. Ser sal de la tierra y luz del mundo: no ceder a la corrupción de esa sal que es el secularismo, sino amar el mundo de verdad para renovarlo desde dentro.
9. En esta Eucaristía ponemos sobre el altar todo lo que forma parte de la vocación humana y cristiana del Pueblo de Dios en la Argentina, para que en todo ello quede impreso el sello de la Divina Eucaristía. Invocación final a la Virgen del Rosario.

“Vosotros sois la sal de la sierra,... vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 13-14).


1. Sean estas palabras de Jesús, apenas escuchadas en la lectura del Evangelio, portadoras de mi saludo a todos los aquí reunidos.
¡Con cuánta alegría, queridos hermanos y hermanas de esta noble ciudad de Rosario y de la zona del litoral argentino, vengo a vosotros en este penúltimo día de mi visita a vuestro amado país!
No puedo ocultar que me embarga una gran emoción por hallarme en esta ciudad, dedicada a la Santísima Virgen del Rosario, venerada en este lugar desde hace más de dos siglos. Me conmueve esta advocación de Santa María, que evoca en el ánimo de los fieles la oración mariana por excelencia; esa oración en la que, en cierto modo, María reza con nosotros, al igual que rezaba con los Apóstoles en el Cenáculo.
Me emociona, asimismo, encontrarme dentro de este hermoso ambiente geográfico, bañado por el amplio Río Paraná, junto al Monumento nacional a la Bandera, que enarboló por primera vez el General Manuel Belgrano, dándole los colores del cielo: el color del manto sagrado de la Inmaculada Concepción.
Saludo muy cordialmente a mis queridos hermanos en el Episcopado, especialmente al señor arzobispo de Rosario con sus obispos auxiliares, a las autoridades aquí presentes y a esta numerosa asamblea venida desde diversos lugares de esta región argentina. Valgan para todos las palabras de San Pablo: “El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rm 15, 13).

Vocación y misión de los laicos

2.
“Vosotros sois la sal de la tierra, ... vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 13-14). Jesús describe la misión de sus discípulos empleando la metáfora de la sal y de la luz. Sus palabras van dirigidas a los discípulos de todos los tiempos, pero en esta hora adquieren suma importancia para los laicos, que desarrollan su vocación especifica en el ámbito de las realidades temporales, adonde son llamados y enviados por Cristo para que “contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento” (Lumen gentium, 31).
Esto me lleva a proponeros, para vuestra oración y reflexión ulterior, un tema de singular importancia en nuestros días: la vocación y la función propia de los laicos en la Iglesia y en el mundo. De este mismo tema se ocupará el Sínodo de los Obispos en octubre de este año y del que espero mucho fruto, tanto para la edificación de la Iglesia, como para la construcción de la sociedad temporal según el querer de Dios.
En presencia de la imagen coronada de la Virgen del Rosario, el Papa quiere exhortar hoy a todos los laicos de esta arquidiócesis y de todo el país, a que sean fieles a su vocación cristiana y a su apostolado eclesial especifico de trabajar por la extensión del reino de Dios en la ciudad temporal. ¡El Papa confía en los laicos argentinos y espera grandes cosas de todos ellos para gloria de Dios y para el servicio del hombre!

3. La primera lectura de la liturgia de hoy nos ha acercado a la vida de la Iglesia primitiva según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles: “ Perseveraban –según hemos oído– en la doctrina de los Apóstoles y en la unión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 4, 22). “Y cuantos creían, estaban unidos y todo lo tenían en común... alabando a Dios y gozando de la estima de todo el pueblo” (Ibíd., 2, 44. 47).
Sobre la base de esta concisa descripción se puede deducir que los miembros de aquella primitiva comunidad cristiana, recién formada en Jerusalén alrededor de los Apóstoles, llevaban ya una propia vida interior, que era fundamento de su identidad en medio de los hombres, y que se apoyaba sobre la Palabra de Dios contenida en la enseñanza de los Apóstoles, y “en la fracción del pan”, esto es, en la Eucaristía, que el Señor ordena realizar “en memoria suya” (cf. 1Co 11, 24).
Esta vida fue además algo nuevo para el ambiente de Israel. Los cristianos no vivían apartados de sus semejantes, pues “perseverando” con ellos “frecuentaban diariamente el templo” (Hch 2, 46). A la vez, daban testimonio de Cristo en ese ambiente: y como su vida era digna –devota e inocente–, eran queridos por todo el pueblo (cf. Ibíd., 2, 47).
Abrazando este estilo de vida, la primera generación de discípulos y confesores de Cristo intentó desde el comienzo ser la sal de la tierra y la luz del mundo, siguiendo la recomendación del Maestro.

Cristo como modelo
4.
La lectura de la Carta a los Efesios, por su parte, pone de relieve la importancia fundamental de la vocación cristiana: “Os exhorto –escribe el Apóstol– a comportaros de una manera digna de la vocación que habéis recibido” (Ef 4, 1).
Esta “manera digna” está compuesta por las virtudes que hacen a cada uno semejante al modelo, esto es, a Cristo: “con toda humildad, mansedumbre y paciencia, ayudándoos mutuamente con amor” (Ibíd., 4, 2).
Igualmente, ese comportarse “de manera digna” significa “conservar la unidad del Espíritu, mediante el vinculo de la paz” (Ibíd., 4, 3). Los fundamentos de esta unidad son sólidos: “Un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos” (Ibíd., 4, 5-6). La vocación cristiana es –leemos– “una misma esperanza, a la que habéis sido llamados” (Ibíd., 4, 4). Todos los que participan en esta esperanza tienen un solo Espíritu y constituyen un solo cuerpo en Cristo.
Veis, pues, cómo la Carta a los Efesios tiene presentes a todos los cristianos, a todo el Pueblo de Dios: “Laos thou theou”. De esta expresión griega proviene precisamente el término “laicos” utilizado en la actualidad.

5. El Concilio Vaticano II se ocupó también de esta vocación específica, a saber, de los cristianos laicos extendidos por todo el orbe para ser sal de la tierra y luz del mundo; además nos indicó en qué consiste esa vocación y cómo deben comportarse para que su conducta sea “digna de la vocación cristiana”.
La respuesta del Concilio –esto es, todas sus enseñanzas sobre los laicos y su apostolado– se debe entender naturalmente, en continuidad homogénea con las enseñanzas del Evangelio, de los Hechos y de las Cartas de los Apóstoles. Simultáneamente, la respuesta conciliar tiene muy en cuenta la rica y múltiple realidad de la Iglesia en el mundo contemporáneo, de la Iglesia que vive en todos los continentes, en medio de muchos pueblos, lenguas y culturas, permaneciendo al mismo tiempo “in statu missionis”, en estado de misión. Dondequiera que se encuentre, la Iglesia es siempre “misionera” en sentido amplio, y esto determina la dinámica particular de la vocación y del apostolado de los laicos.


¿Qué corresponde a los laicos en la Iglesia?
6.
En efecto, el Concilio Vaticano II afirma que todos los cristianos participan de la única misión de la Iglesia: “La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, haga a todos los hombres partícipes de la redención salvadora, y por medio de ellos se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo místico ordenada a este fin se llama apostolado, que la Iglesia ejercita mediante todos sus miembros, naturalmente de modos diversos; la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación al apostolado” (Apostolicam Actuositatem, 2).
El Concilio señala también el modo específico que tienen los fieles laicos de ejercer su apostolado: “El carácter secular es propio y peculiar de los laicos... A los laicos corresponde, por su propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios” (Lumen gentium, 31). No hay, por tanto, actividad humana temporal que sea ajena a esa tarea evangelizadora. Así lo afirmó mi venerado predecesor el Papa Pablo VI, en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi: “El camino propio de su actividad evangelizadora es el mundo vasto y complejo de la política, de la vida social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias, de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación social, así como otras realidades abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y jóvenes, el trabajo profesional, el sufrimiento..” (Evangelii Nuntiandi, 70).
Esto no quiere decir, sin embargo, que la transformación del mundo esté confiada o pertenezca exclusivamente a los laicos, quedando para los clérigos, los religiosos y religiosas la edificación interna de la Iglesia. Todo el Cuerpo místico es definido por el Concilio como “Sacramento universal de salvación”; por consiguiente, toda la Iglesia tiene la misión de salvar y transformar el mundo, en Cristo, por la fuerza del Evangelio. Pero cada uno llevando a cabo la función propia a la que ha sido llamado por Dios: “Como lo propio del estado laical es vivir en medio del mundo y de los negocios temporales. Dios llama a los seglares a que, con el fervor del espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento” (Apostolicam Actuositatem, 2).
A ese mundo habéis de llevar, queridos laicos, hombres y mujeres, la presencia salvífica de Cristo, el enviado del Padre. En él habéis de ser testigos de la resurrección y de la vida del Señor Jesús, y signos del Dios verdadero (cf. Lumen gentium, 38). Habéis de ser “heraldos y apóstoles” (cf. 1Tm 2, 7) del Evangelio para el mundo de hoy. No tengáis miedo. El Señor ha querido que vuestra vida se despliegue en medio de las realidades temporales, para que renovéis –con la libertad de los hijos de Dios– esa sociedad de la que formáis parte.
Como Pastor de la Iglesia universal, hoy, en esta ciudad de Rosario, quiero pediros a todos vosotros, los laicos cristianos argentinos, que asumáis decididamente vuestro apostolado específico e irreemplazable: en vuestra vida profesional, familiar y social, en las parroquias, a través de vuestras asociaciones, en particular en la Acción Católica.
A ello os invitan además, de manera apremiante, las necesidades de los tiempos recios que vivimos y os impulsa la acción fecunda e incesante del Espíritu Santo. En efecto, tenéis ante vosotros evidentes muestras de difusión del secularismo que pretende invadirlo todo; a la vez, estáis percibiendo con señales muy claras la creciente hambre de Dios, que siente en sus entrañas el hombre moderno, sobre todo la generación más joven. Desafortunadamente nos siguen azotando los vientos de la violencia, del terrorismo, de la guerra; pero, gracias a Dios, se va reforzando más y más el ansia universal de paz, como lo ha demostrado el encuentro de oración en Asís, hace pocos meses. En medio de esas realidades contrastantes, yo os pido con amor y confianza que sigáis siendo fieles a vuestra misión de apóstoles y testigos, partícipes en la única misión evangelizadora de la Iglesia.

Principales cometidos
7.
Entre los cometidos propios del apostolado de los seglares, quiero ahora subrayar algunos que, en general, resultan más apremiantes en la sociedad argentina del presente.
Pienso, en primer lugar, en la necesidad de que los cónyuges cristianos vivan plenamente su matrimonio como una participación de la unión fecunda e indisoluble entre Cristo y la Iglesia; sintiéndose responsables de la educación integra, ante todo religiosa v moral, de sus hijos, para que ellos sepan discernir rectamente todo lo noble y bueno que hay en la creación, máxime dentro de sí mismos, distinguiéndolo del consumismo hedonista y del materialismo ateo.
Veo también el reto que para el laico cristiano supone el campo de la justicia y de las instituciones ordenadas al bien común. Es en éste donde con frecuencia se toman las decisiones más delicadas, aquellas que afectan a los problemas de la vida, de la sociedad, de la economía, y. por tanto, de la dignidad y de los derechos del hombre y de la convivencia pacífica en la sociedad. Guiados por las enseñanzas luminosas de la Iglesia, y sin necesidad de seguir una fórmula política unívoca, habéis de esforzaros denodadamente en buscar una solución digna y justa a las diversas situaciones que se plantean en la vida civil de vuestra nación.
Pienso, finalmente, en el campo de la educación y de la cultura. El laico católico, dedicándose seriamente a su tarea de intelectual, de científico, de educador, ha de promover y difundir con todas sus fuerzas una cultura de la verdad y del bien, que pueda contribuir a una colaboración fecunda entre la ciencia y la fe.

No ceder al secularismo
8.
“¡Vosotros sois la sal de la tierra! Vosotros sois la luz del mundo!”.
Estas palabras de Cristo quieren señalar con trazos bien precisos la impronta más adecuada de la vocación cristiana en toda época, y dan bien a entender que ningún cristiano puede eximirse de la responsabilidad evangelizadora, y que cada uno ha de ser consciente del compromiso personal con Cristo contraído en el bautismo y en la confirmación.
Queridos hermanos y hermanas: Para no perder el “sabor” de la sal salvífica, tenéis que estar profundamente impregnados de la verdad del Evangelio de Cristo y reforzados interiormente con la potencia de su gracia.
La sal, a la que se refiere la metáfora evangélica, sirve también para preservar de la corrupción los alimentos. De esta manera, vosotros, laicos cristianos, os libraréis de la descomposición corruptora de los influjos mundanos, contrarios al Evangelio y a la vida en Cristo; de lo que descompone las energías salvíficas de una vida cristiana plenamente asumida. No podéis “haceros semejantes a este mundo” bajo el influjo del secularismo, esto es, de un modo de vida en el que se deja de lado la ordenación del mundo a Dios. Eso no significa odiar o despreciar el mundo, sino al contrario, amar verdaderamente a este mundo, al hombre, a todos los hombres. ¡El amor se demuestra en el hecho de difundir el verdadero bien, con el fin de transformar el mundo según el espíritu salvífico del Evangelio y preparar su plena realización en el reino futuro!
No sois llamados para vivir en la segregación, en el aislamiento. Sois padres y madres de familia, trabajadores, intelectuales, profesionales o estudiantes como todos. La llamada de Dios no mira al apartamiento, sino a que seáis luz y sal allí mismo donde os encontráis. Cristo quiere que seáis “luz del mundo”; y. por tanto, estáis colocados como “una ciudad situada en la cima de una montaña”, ya que “no se enciende una lámpara para esconderla, sino que se la pone en el candelero para que ilumine...” (Mt 5, 14-15).
Vuestra tarea es la “renovación de la realidad humana” –renovación múltiple y variada– en el espíritu del Evangelio y en la perspectiva del reino de Dios, procurando también que todas las realidades de la tierra se configuren de acuerdo con el valor propio, que Dios les ha dado (cf.Apostolicam Actuositatem, 7). Es éste el amplio horizonte al que debe llegar toda la obra de la redención de Cristo (cf. Ibíd., 5); y vosotros, los laicos, os insertáis operativamente en ella ofreciendo a Dios vuestro trabajo diario (cf. Gaudium et spes, 67).
Para iluminar a todos los hombres, habéis de ser testigos de la Verdad y para ello adquirir una honda formación religiosa, que os lleve a conocer cada vez mejor la doctrina de Cristo transmitida por la Iglesia.
Tened siempre presente que vuestro testimonio sería ineficaz –la sal perdería su sabor– si los demás no vieran en vosotros las obras propias de un cristiano. Porque es sobre todo vuestra conducta diaria la que debe iluminar a los demás. Os lo dice Cristo mismo: “Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en vosotros, a fin de que ellos vean las buenas obras que vosotros hacéis y glorifiquen al Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16). El Concilio Vaticano II se inspiró en este texto evangélico al describir la eficacia sobrenatural del apostolado de los laicos (cf.Apostolicam Actuositatem, 6).

9. Todos nosotros estamos dispuestos ahora a perseverar en la enseñanza de los Apóstoles, en la fracción del pan y en la oración. De esta manera, vamos a poner sobre el altar, aquí en tierra argentina, todo lo que forma parte de vuestra vocación humana y cristiana: “¡Venid, cantemos con júbilo al Señor, aclamemos a la Roca que nos salva!” (Sal 95 [94], 6).
Se repite una vez más el misterio eucarístico del Cenáculo. Cristo, que en la víspera de su pasión realizó la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de su sacrificio redentor,
– acepte de vuestras manos, en este pan y vino, todas las inquietudes y aspiraciones que acompañan a diario vuestra vocación cristiana y la misión del Pueblo de Dios en tierra argentina;
– siga imprimiendo en todo vuestro apostolado el sello de la Divina Eucaristía, mediante la cual entramos con El en el eterno reino de la verdad y de la justicia, del amor y de la paz, como pueblo unido con la misma unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Nos ayude siempre la protección maternal de María Santísima, Virgen del Rosario, la primera seguidora de Jesús, modelo perfecto de los laicos que viven, en lo cotidiano de la historia, su vocación de santidad y su misión de apóstoles y testigos del Señor Resucitado. Así sea.

Fuente: Juan Pablo II entre nosotros - Libro de Oro de una visita Inolvidable - Edición Extraordinaria revista Esquiú. Abril 1987 páginas 173 a 176 y 178.

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