Estimado viajero que llegas a este sitio. Encontrás aqui la totalidad de los mensajes que el Papa Juan Pablo II nos regalo en sus visitas a la Argentina. Además de sus audios (casi todos completos), fotos y material periodístico de aquellos años que registraron sus visitas. Aún no hemos terminado de transcribir todas las notas periodisticas que poseemos, por eso le recomendamos regresar en unos días para ver las novedades. Alentamos también a quienes tengan material de las visitas del Papa a que hagan lo mismo confeccionando sitios en que se recuerden permenentemente sus palabras.

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Hacia la “tierra prometida” 9/4/1987 Paraná: Mensaje al mundo de los inmigrantes

Hacia la “tierra prometida”

Paraná: Mensaje al mundo de los inmigrantes.*



*Homilía del Papa Juan Pablo II en el Aeropuerto de Paraná (Argentina) durante su segunda visita pastoral a la Argentina pronunciado el día Jueves 9 de abril de 1987
Sinopsis:

1. Argentina, país de inmigración. Saludos. Invitación a orar por los inmigrantes.
2. Ejemplo de la Sagrada Familia en su huída a Egipto. La migración debe verse en la perspectiva de la economía de la salvación.
3. Procedencia de los inmigrantes argentinos. Muchos de ellos era católicos, y fijaron la fisonomía católica del país, inmigrantes de otras regiones. Los que proceden de regiones limítrofes. La migración interna. Generosidad y apertura en acoger a todos.
4. Fomentar el espíritu de caridad y hospitalidad respeto por las tradiciones de los que llegan y solicitud para que arraiguen en la nueva nación.
5. Los inmigrantes deben sentirse miembros vivos de la Iglesia. Su deber de evangelizar con el ejemplo y la palabra. Una evangelización que trascienda las fronteras.
6. No tenemos aquí ciudad permanente: sin descuidar las cosas de esta tierra, mirar más allá. Permanecer en constante vigilancia para llegar a la ciudad venidera.

“Nuestros antepasados... reconociendo que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. . buscaban una patria” (Hb 1, 13-14).

1. Amados hermanos en el Episcopado, queridísimos hermanos y hermanas:
Nos encontramos, reunidos en esta ciudad de Paraná, en las márgenes del río del mismo nombre, para escuchar la Palabra de Dios y dejarnos interpelar por ella.
Las palabras que acabamos de escuchar, tomadas de la Carta a los Hebreos, se aplican con particular realismo a esta noble nación argentina, un país de inmigración, hospitalario y amigo para los inmigrantes, en el pasado y en el presente.
Es para mí motivo de gran alegría celebrar, junto a vosotros, esta liturgia de oración por los inmigrantes. Saludo a las autoridades, a mis amados hermanos en el Episcopado, en particular al Pastor de esta arquidiócesis, a los sacerdotes, religiosas y religiosos, y a todos los demás fieles que, con su presencia o a través de los medios de comunicación, desean unirse a nosotros para “dar gracias al Señor porque es bueno... y aclamarlo en la asamblea del pueblo” (Sal 107 [106], 1-2).
La Argentina de hoy, se puede dar, es un país hecho, en buena medida, por inmigrantes; por hombres y mujeres que han venido a “habitar en el suelo argentino” como reza el preámbulo de vuestra Constitución. Vuestra nación ha sabido acoger a los que venían, y éstos, a su vez, han encontrado una nueva patria a la que han aportado la herencia de sus lugares de origen.
Ante esta gozosa realidad, vienen a mis labios las palabras del Salmo:
“Dad gracias al Señor, porque es bueno, / porque es eterno su amor. / Que lo digan los redimidos del Señor ... / los que ha reunido de entre los países, / de oriente y de poniente, del norte y del mediodía ... / El los libró de sus angustias, / los condujo por camino recto / hasta llegar a una ciudad habitable” (Ibíd., 1-3. 6-7).

Visión del migrante
2.
Se ha proclamado hoy el Evangelio de la huida de la Sagrada Familia a Egipto y de su posterior retorno a Israel. «Un Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al Niño y a su Madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise”... cuando murió Herodes, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José, que estaba en Egipto y le dijo: “Levántate, toma al Niño y a su Madre, y regresa a la tierra de Israel”» (Mt 2, 13. 19.20).
El Señor, que por su gran misericordia se hizo semejante en todo a sus hermanos los hombres, menos en el pecado (cf. Hb 2, 17), quiso también asumir, con su Madre Santísima y San José, esa condición de emigrante, ya al principio de su camino en este mundo. Poco después de su nacimiento en Belén, la Sagrada Familia se vio obligada a emprender la vía del exilio. Quizá nos parece que la distancia a Egipto no es demasiado considerable; sin embargo, lo improvisado de la huida, la travesía del desierto con los precarios medios disponibles, y el encuentro con una cultura distinta, ponen de relieve suficientemente hasta qué punto Jesús ha querido compartir esta realidad, que no pocas veces acompaña la vida del hombre.
¡Cuántos emigrantes de hoy y de siempre, pueden ver reflejada su situación en la de Jesús, que debe alejarse de su país para poder sobrevivir! De todos modos, lo que debemos considerar en esta etapa de la vida de Cristo es, sobre todo, el significado que tuvo en el designio salvífico del Padre. Esa huida y permanencia en Egipto durante algún tiempo, contribuyeron a que el Sacrificio de Cristo tuviera lugar a su hora (cf. Jn 13, 1), y en Jerusalén (cf. Mt 20, 17-19). De modo análogo, toda situación de emigración se halla íntimamente vinculada a los planes de Dios. He ahí, pues, la perspectiva más profunda en que ha de considerarse el fenómeno de la emigración.

Inmigración en la Argentina
3.
Los emigrantes venían aquí sobre todo a buscar trabajo, cuando éste escaseaba ya en su tierra de origen. Con la voluntad de trabajar y de contribuir al bien común del país que los recibía generosamente, traían también consigo todo el bagaje histórico, cultural, religioso de sus respectivos países. Para la Argentina hispana de entonces, las corrientes migratorias posteriores de la misma España, de Italia, Alemania, Francia, Suiza, Polonia, Ucrania, Yugoslavia, Armenia, el Líbano, Siria, Turquía y de las comunidades hebreas del Este y Centro de Europa, han sido no sólo una fuente de riqueza, económica y cultural, sino también el componente básico de la población actual.
Muchos de estos inmigrantes han traído consigo, junto con su pobreza, la gran riqueza de la fe católica; otros muchos, han encontrado ese gran tesoro en vuestro país. Quisiera recordar ahora, en esta novena de años que prepara ya de cerca la celebración del V centenario de la evangelización de América, la importancia que en esta evangelización han tenido muchos de los inmigrantes europeos llegados, incluso recientemente, a estas tierras: han aportado una fe sincera y una viva conciencia de su pertenencia a la Iglesia católica, y también su propio tesoro de devociones populares. Ellos han fijado definitivamente la actual fisonomía religiosa de este país –y de tantos otros países hermanos–, en admirable simbiosis con las tradiciones locales.
Otros inmigrantes han venido también, trayendo sus propias tradiciones religiosas. Pienso en primer lugar, en los pertenecientes a las diversas confesiones cristianas de Oriente y de Occidente. También quisiera recordar, especialmente en esta provincia de Entre Ríos, a la inmigración hebrea, tan apreciable en sus aportes culturales.
Si las corrientes migratorias desde Europa ya no tienen la amplitud de otros tiempos, nuevos desplazamientos, de países vecinos esta vez, han venido a reemplazarlas. Ahora son oriundos de regiones limítrofes los que vienen a “habitar este suelo”.
No quisiera olvidar tampoco el fenómeno de las migraciones internas. En Argentina, como en todos los países, hay regiones más o menos favorecidas, y está también la atracción, que es a menudo solamente espejismo, de los grandes centros urbanos.
No obstante tanta diversidad de procedencias, culturas y religiones, es muy honroso comprobar que en la Argentina no se han dado las divisiones o los conflictos raciales o religiosos.
También por esto, proclamamos: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterno su amor” (Sal 107 [106], 1). Agradeced a Dios y al país argentino, la generosidad y apertura que manifestó en vuestros padres, comportándoos del mismo modo con vuestros hermanos menos favorecidos.

Respeto y arraigo
4.
Un país abierto a la inmigración es un país hospitalario y generoso, que se mantiene siempre joven porque, sin perder su identidad, es capaz de renovarse al acoger sucesivas migraciones: esa renovación en la tradición es precisamente señal de vigor, de lozanía y de un futuro prometedor. La Argentina no ha sido así solamente en el pasado: lo es todavía, y siempre lo debe ser.
Muy en contraste con estos sentimientos, tan en consonancia con el espíritu cristiano, y a pesar de los muchos signos positivos que se vislumbran por todas partes, en algunos lugares aún se nota la persistencia de un prejuicio ante el inmigrante, de miedo a que el hombre venido de fuera –aunque admitido para determinados tipos de prestaciones laborales–, acabe por introducir un desequilibrio en la sociedad que lo recibe; y esto se traduce, de modo más o menos consciente, en actitudes de falta de afecto o, incluso, de hostilidad. Os dais cuenta de que ese miedo y ese prejuicio no tienen otro fundamento que el propio egoísmo.
Por eso, se hace particularmente importante que fomentéis aún más el espíritu evangélico de caridad y de acogida hacia todos. Os recuerdo las palabras de la Epístola a los Hebreos: “Perseverad en el amor fraterno. No olvidéis la hospitalidad, ya que gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a los ángeles” (Hb 12, 12). Existe un arte y un sentido de la hospitalidad que es imposible codificar en normas y leyes, pero que debe estar escrito en cada corazón cristiano. El corazón de los argentinos no debe cambiar: si antes acogíais emigrantes del Viejo Mundo, recibid ahora, como ya lo hacéis, a vuestros vecinos menos favorecidos, para que encuentren aquí un hogar, al igual que vuestros antepasados lo encontraron en estas riberas. No haya en este país, como nunca lo ha habido, ciudadanos de segunda clase: que sea una tierra abierta a todos los hombres de buena voluntad.
Debéis procurar que los inmigrantes arraiguen vitalmente en la nación que los recibe, en la comunidad eclesial que como hermanos los acoge. Esto supone conjugar, con extrema delicadeza, la valoración del patrimonio espiritual que los inmigrantes traen consigo, con el fomento de su integración en el ambiente al que llegan. Esa solícita actitud evita tensiones y conflictos, y facilita el mutuo enriquecimiento humano y espiritual.

La Iglesia y los inmigrantes
5.
Queridos inmigrantes católicos, debéis sentiros –porque lo sois– miembros vivos de la Iglesia, no sólo receptores de ayuda material y espiritual, sino también verdaderos promotores de la evangelización. Dios os ha bendecido con una nueva patria, pero sobre todo os ha bendecido con la fe cristiana, “garantía de los bienes que se esperan, plena certeza de las realidades que no se ven” (Hb 11, 1). Debéis extender esa fe como levadura evangélica en la patria que os ha acogido. No os atrincheréis en vuestra situación, quizá precaria: Dios quiere que seáis colaboradores en la tarea de santificación del hombre y de todas las realidades humanas.
La vocación cristiana, sea cual sea vuestra peculiar situación, es, por su propia naturaleza, vocación al apostolado (cf. Apostolicam Actuositatem, 2); la gran misión que hemos recibido en el bautismo es dar testimonio de la nueva vida recibida; no cabe la actitud de permanecer pasivos. La extensión del reino de Dios no es sólo tarea de obispos, sacerdotes y religiosos, porque todos –según vuestras peculiares circunstancias– tenéis el mandato concreto de dar testimonio de vida y de anunciar a Cristo. Vuestra conducta debe ser tal que los demás puedan decir al veros: éste es cristiano, porque no es signo de división, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque sabe sobreponerse a los bajos instintos, porque es trabajador y sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama, porque reza.
Hemos oído al salmista:
“Sembraron campos y plantaron viñas, / que produjeron frutos en las cosechas; / El los bendijo y se multiplicaron” (Sal 107 [106], 37-38)
Tratemos de aplicarnos espiritualmente este pasaje: el que no labra los campos de Dios, el que no es fiel a la misión divina de dar a conocer a Cristo, difícilmente recibirá la bendición del Señor, y no podrá llegar él misma a la patria definitiva. El Papa quiere animaros –y dentro de unos momentos lo pediremos a Dios en la oración de los fieles– a que os comprometáis en una nueva evangelización que transcienda las fronteras y se realice en la Argentina y desde la Argentina.

“Mirar más allá”
6.
El fenómeno de la migración es tan antiguo como el hombre; quizá deba verse en él un signo donde se vislumbra que nuestra vida en este mundo es un camino hacia la morada eterna. Nuestros padres en la fe reconocieron “que eran extranjeros y peregrinos en la tierra” (Hb 11, 3). Los cuarenta años de marcha por el desierto del pueblo elegido, debe considerarse como don de Dios y parte de su pedagogía, para que quedara por siempre grabado en sus vidas “que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la venidera” (Ibíd., 13, 14). Y San Pedro nos recuerda que somos “forasteros y peregrinos” (1P 2, 11) dondequiera que nos hallemos, para así poner la esperanza en Dios y no en las cosas de esta tierra, para que nuestro deseo esté siempre pendiente de los deseos del Señor.
Esto no significa que debáis despreciar el mundo, o desentenderos de las actividades terrenas, o que no debáis amar la patria donde vuestros padres o vosotros habéis encontrado arraigo. Sino que el Señor os llama insistentemente a mirar más allá, hacia el destino definitivo de vuestras vidas, y de la vida de la Iglesia: “la casa del Padre” (Jn 14, 2). Debemos permanecer en constante vigilancia, puesto que “no tenemos aquí ciudad permanente” y no sabemos el día ni la hora (cf Mt 25, 13) en que seremos llamados a la “ciudad venidera”.
La Iglesia de Cristo en este mundo es una Iglesia peregrina, una Iglesia en camino hacia la eternidad. Si vivimos, arraigados en el país donde nos encontramos y preocupados por su bien, y a la vez, siempre conscientes de nuestro destino eterno, realizaremos nuestro peregrinar desde esta patria hasta la tierra prometida, y se cumplirán las palabras del salmo:
El Señor “convirtió el desierto en un lago, / y la tierra reseca en un oasis: / allí puso a los hambrientos, / y ellos fundaron una ciudad habitable” (Sal 107 [106], 25-36.
¡La Ciudad permanente! ¡La Jerusalén celestial! Amén.

Fuente: Juan Pablo II entre nosotros - Libro de Oro de una visita Inolvidable - Edición Extraordinaria revista Esquiú. Abril 1987 páginas 150 a 153 .



Agradecimientos - Bendición - Despedida

Homilia en Corrientes: Religiosidad popular 9/4/1987 Piedad mariana

Nuestras raíces cristianas.

Homilía en Corrientes: religiosidad popular y piedad mariana*




*Santa Misa en avenida Independiente - Corrientes – República Argentina - Homilía del Santo Padre Juan Pablo II Jueves 9 de abril de 1987.


Sinopsis:
1.
El misterio de la misión del Hijo de Dios en el misterio de aquella mujer, elegida por el Padre Eterno, para ser madre de ese hijo.
2. Saludo a la Iglesia en el norte argentino, ante la imagen de Nuestra Señora de Itatí.
3. En la plenitud del tiempo se cumple el plan salvífico, que existía desde siempre en la Sabiduría de Dios.
4. En la Anunciación comienza la particular peregrinación mediante la fe, de la Virgen. La Visitación como primera etapa de esa peregrinación.
5. María no solo participa en la peregrinación, sino que “avanza” precediendo y guiando maternalmente a la Iglesia.
6. El punto de apoyo de esa peregrinación en tierra argentina, son las generaciones que miran a María como “Madre del Señor” y “Modelo de la Iglesia”. Los santuarios, lugares privilegiados de ese peregrinar.
7. La religiosidad popular manifiesta las raíces cristianas de esta región.
8. Esperanza en el futuro de la Iglesia en el noreste: vocaciones. Sacerdotes, apostolado de los laicos, progreso de la justicia y de la caridad, importancia de la familia.
9. Acoger a Cristo y luchar contra el pecado, para participar en la peregrinación del Pueblo de Dios.
10. Somos hijos en el Hijo de Dios y de María.



1. “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4).
Dentro de esta peregrinación por tierras argentinas, el Papa celebra hoy el sacrificio eucarístico con los fieles de Corrientes y de las diócesis vecinas, y desea meditar con vosotros, sobre el misterio evocado por el Apóstol de las Gentes en esta concisa frase de su carta a los Gálatas.
El misterio divino de la misión del Hijo, es al mismo tiempo el misterio de la Mujer, elegida y predestinada por el Padre Eterno para ser Madre del Hijo de Dios. Iluminados por la liturgia de la Palabra, deseamos hoy abarcar con la mirada de la fe, aquello que, en los designios eternos del amor de Dios, ha sido puesto para nuestra salvación. Es una mirada llena de agradecimiento a la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y al mismo tiempo, llena de admiración hacia aquella Mujer en la cual el género humano ha recibido tan excelsa elevación: ¡Hijo de Dios nacido de Mujer! ¡Jesucristo, Hijo de María siempre Virgen. Hijo del hombre!

Ante N. S. de Itatí
2.
En el nombre de este Hijo y de su Madre, deseo saludar de nuevo a la Iglesia, extendida por toda la tierra argentina, en particular en esta región del Nordeste.
Saludo, en primer lugar, al Pastor de esta arquidiócesis de Corrientes, a los demás obispos aquí presentes, a los sacerdotes y seminaristas, a los religiosos y religiosas, a las autoridades; a todo el Pueblo santo de Dios reunido en torno a este altar y a quienes se asocian a nuestra celebración a través de la radio o de la televisión.
Nos encontramos ante la imagen de la Inmaculada Concepción, venerada en el santuario de Itatí, fundado en el año 1615, y centro de la honda tradición mariana de esta región. Desde entonces, muchos miles de peregrinos han acudido ante esta imagen para honrar a María; para poner sus intenciones y sus vidas bajo su protección e intercesión.
Hoy queremos acudir también nosotros a la Virgen María, para atestiguar ese mismo amor y esa misma confianza en la que es Madre de Dios y Madre nuestra. Queremos ser buenos hijos que vienen a saludar a su Madre; hijos que se saben necesitados de su protección maternal; hijos que quieren demostrarle sinceramente su afecto.

“La plenitud del tiempo”
3.
El Apóstol escribe: “Vino la plenitud del tiempo” (Ga 4, 4). Esa plenitud, es, además, el cumplimiento de aquello que ya existía en la Sabiduría de Dios, como plan salvífico para el hombre. Por esto, la liturgia se refiere en la primera lectura a esta Sabiduría que existe en Dios “antes que el mundo empezara a existir ”: antes de que fuera creada cosa alguna: “ cuando aún no existían los océanos ni las fuentes más profundas del mar; antes que las montañas... antes que las colinas... antes que el Señor hiciera la tierra y el conjunto de los elementos del orbe... cuando dio una orden al mar, para que sus aguas no se desborden; cuando estableció los sólidos cimientos de la tierra” (Pr 8, 24-29).
¡Esto dice la Sabiduría!
La Sabiduría, siempre presente en la obra de Dios-Creador. Esta Sabiduría, en la que participan todas las obras de Dios, encuentra su mayor motivo de gozo en el género humano.
La Antigua Alianza se abre aquí, de modo particular hacia aquella Mujer, en cuyo seno se realiza el encuentro culminante y definitivo de la humanidad con Dios-Sabiduría, precisamente el misterio de la Encarnación del Verbo, en la plenitud de los tiempos.
La Virgen de Nazaret –Madre del Verbo Encarnado– tiene vinculación singular con esta Sabiduría, que está también llena del eterno amor del Padre al hombre.


María ese “tiempo”
4.
Cuando “vino la plenitud del tiempo ”, cuando el Mensajero divino transmitió a la Virgen de Nazaret la voluntad del Padre Eterno, cuando María respondió “hágase” (fíat); entonces comenzó aquella particular peregrinación, que nace del corazón de la Mujer, bajo el soplo esponsal del Espíritu Santo.
“María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá... a la casa de Zacarías” (Lc 1, 39). Fue allá para saludar a su prima Isabel, de más edad que Ella, que estaba esperando dar a luz a un hijo: Juan Bautista.
Por su parte, Isabel, al responder al saludo de María con aquellas palabras inspiradas, llenas de veneración hacia la Madre del Señor, alaba la fe de la Virgen de Nazaret: “Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que le ha dicho de parte del Señor” (Ibíd., 1, 45) .
De este modo, la visita de María en Ain-Karim asume un significado realmente profético. En efecto, vislumbramos en ella la primera etapa de esta peregrinación mediante la fe, que tiene su inicio en el momento mismo de la Anunciación.

Peregrina y guía
5.
Esta peregrinación mediante la fe constituye la idea guía del Año Mariano, que anuncié el día 1 de enero pasado, y que se inaugurará en la próxima solemnidad de Pentecostés.
Desde el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo vino sobre los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén, María no sólo participa en la peregrinación mediante la fe de toda la Iglesia, sino que Ella misma “avanza” precediendo y guiando maternalmente a todo el Pueblo de Dios, a lo largo y ancho de la tierra.
“La Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta de consuelo” (Lumen gentium, 68), Son palabras del Concilio Vaticano II que, por aludir a esta verdad, he querido desarrollar en la Encíclica Redemptoris Mater, publicada, con ocasión del Año Mariano, en la reciente solemnidad de la Anunciación.

Las peregrinaciones en la Argentina.
6.
El punto de apoyo, en tierra argentina, de esta peregrinación mediante la fe, lo constituyen todas las generaciones que han fijado y fijan su mirada en la Madre de Dios, como “Madre del Señor” y “modelo de la Iglesia”.
La peregrinación de la Iglesia y de cada cristiano hacia la casa del Padre, se manifiesta y realiza, de modo agradable a Dios, en las peregrinaciones de los cristianos a los santuarios marianos. Los santuarios son como hitos que orientan ese caminar de los hijos de Dios sobre la tierra, precedidos y acompañados por la mirada afectuosa y alentadora de la Madre del Redentor.
Durante mi primer viaje a la Argentina tuve la dicha de acudir al santuario nacional de Luján, para encomendaros a María en momentos especialmente difíciles para vuestra querida nación. El próximo Domingo de Ramos, en el marco de la Jornada mundial de la Juventud –con la que culminará esta segunda visita–, la misma imagen de la Madre de Dios vendrá, desde Luján, al encuentro de los jóvenes que peregrinan en la fe, en tantos otros lugares de la tierra.
Hoy está también entre nosotros la imagen de María, que ha llegado desde su santuario de Itatí, verdadero centro espiritual de todo el litoral. Mi ánimo se llena de gozo y de agradecimiento al Señor al considerar que, a lo largo de los siglos, los hijos de esta tierra han sabido hallar en la Virgen la guía y el modelo seguro para seguir a Jesús.

Raíces Cristianas
7.
Vuestra religiosidad popular, tan rica y arraigada, muestra que, en lo más hondo de vuestra conciencia, se asienta la firme convicción de que nuestra vida sólo tiene sentido si se orienta, radical y completamente, hacia Dios. La devoción a la Cruz de los Milagros –Cruz fundacional de Corrientes–, y a la Limpia Concepción de Itatí, ponen de manifiesto cuáles son vuestros grandes amores: el Señor Crucificado y su Madre Inmaculada, la criatura que más y mejor supo unirse al misterio redentor de su Hijo. Debéis, por eso, conservar y fomentar las variadas manifestaciones de vuestra piedad popular, como cauce privilegiado para vuestra unión con Dios y con los demás.
Cuando el Nordeste argentino recibió la luz de la fe, en la primera mitad del siglo XVI, el mensaje del Evangelio vivificó toda vuestra existencia, gracias al celo –tantas veces heroico– de aquellos primeros sacerdotes y religiosos misioneros, entre los que destacaron los franciscanos y los jesuitas, con figuras señeras como las de fray Luis de Bolaños, el Beato Roque González de Santa Cruz y tantos otros.
Las misiones o “doctrinas” de los jesuitas constituyen, sin duda, uno de los logros más acabados del encuentro entre los mundos hispano-lusitano y el autóctono. En ellas se puso en práctica un admirable método evangelizador y humanizador, que supo hacer realidad los fuertes lazos que existen entre evangelización y promoción humana. (Evangelii Nuntiandi, 31)
Los emigrantes de los dos últimos siglos, que han venido a sumarse a los “criollos”, han aportado sus propios valores culturales, su trabajo y, en la mayor parte de los casos, su fe católica, contribuyendo así a formar vuestra sociedad, firmemente enraizada en la misma fe que la vio nacer en los orígenes del Nuevo Mundo.

Esperanza en la Iglesia en el NEA (NorEste Argentino)
8.
La Iglesia atraviesa un momento particularmente prometedor en esta región. Tras la organización diocesana, y con las numerosas y fecundas iniciativas pastorales de las últimas décadas, se abren perspectivas que permiten mirar al futuro con una esperanza renovada.
Pido al Señor que os envíe muchos sacerdotes, llenos de vida interior, e impulso evangelizador, que con gran celo apostólico sean fieles dispensadores de la Palabra divina y de las fuentes de la gracia que son los sacramentos. Miro con particular interés al reciente seminario inter-diocesano de Resistencia, del que espero muchos frutos para bien de la Iglesia en esta región pastoral.
Todos los fieles cristianos están llamados a participar en la misión de Cristo, cada uno según la propia vocación en el Pueblo de Dios. La cercanía del próximo Sínodo de los Obispos, dedicado a la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, me lleva a pensar sobre todo en vosotros, queridos laicos del Nordeste argentino.
La Iglesia y la sociedad civil esperan mucho de vuestro compromiso cristiano y de vuestra responsabilidad apostólica, sobre todo en la tarea que es específica de los laicos: impregnar todas las estructuras temporales de sentido cristiano. Al ahondar en las riquezas de esa herencia de fe que habéis recibido, debéis ser cada vez más conscientes de que la fe debe vivirse en todas las circunstancias personales y de trabajo en las que la Providencia divina os haya puesto.
De este modo, la profunda transformación económica a la que se encamina la Mesopotamia –sobre todo a través del aprovechamiento de su potencial hidroeléctrico–, irá acompañada por una constante mejora interior, que os conduzca por caminos de auténtico progreso integral: humano y cristiano. En ese desarrollo, con el que Dios os muestra también su amor, no olvidéis nunca a vuestros hermanos más necesitados. La justicia y la caridad cristiana os moverán a procurar que todos participen en los beneficios materiales y espirituales de esa nueva etapa que se vislumbra.
La familia debe seguir siendo la primera escuela de fe y de vida cristiana, la transmisora de esa herencia de religiosidad popular, que es parte del alma de este pueblo. A los padres cristianos compete un grave deber en este sentido: formar hombres y mujeres que aprendan en su familia las virtudes humanas y cristianas; y que vean hecho vida el valor del matrimonio indisoluble y del auténtico amor conyugal que, en medio de las dificultades de esta vida, sale siempre fortalecido y rejuvenecido.

Compromiso Cristiano
9.
Queridos hermanos y hermanas. A todos os quiero recordar que ser miembros vivos del Pueblo de Dios significa, en primer lugar, acoger a Cristo, darle cabida en nuestro corazón, en nuestras vidas. Significa imitar a María en su disponibilidad y en su prontitud para aceptar y poner por obra lo que conoce como voluntad de Dios. Ella, después de haber recibido el anuncio del Ángel, camina apresuradamente hacia la montaña de Judá. Se pone en marcha, llevando en su seno al Hijo de Dios, sin reparar en las dificultades que ese camino pudiera traer consigo. María sabe superar las dificultades de esta peregrinación.
La principal dificultad, el mayor obstáculo que nos impide seguir a nuestra Madre, es el pecado. El pecado nos incapacita para recibir al Señor; cuando el alma está en pecado no puede nacer en ella el Hijo de Dios, allí no puede estar Jesús; no hay lugar para El. La peregrinación mediante la fe exige que apartemos el obstáculo del pecado, y acojamos la venida del Hijo de Dios a nuestras almas, haciéndonos partícipes de su filiación divina.

Dimensiones del Misterio divino
10.
“Cuando vino la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer... para hacernos hijos adoptivos” (Ga 4, 4-5).
Esta es la primera dimensión del misterio divino.
La secunda dimensión, estrechamente relacionada con ésta, consiste en la filiación de la adopción divina, de la que participan los hijos de los hombres. Todos nosotros hemos sido concebidos y hemos nacido de nuestras madres; en el Hijo de María recibimos, sin embargo, la filiación adoptiva de Dios. Llegamos a ser hijos en el Hijo de Dios.
“Y si somos hijos ” –dice el Apóstol– “ también somos herederos por la voluntad de Dios” (cf. Ga 4, 6-7). Hemos sido llamados a participar en la vida de Dios a semejanza del Hijo. Recibimos, por obra suya, el Espíritu Santo “ que clama: ¡Abbá, Padre!” (Ibíd., 4,6).
Hemos sido llamados a la libertad de los hijos de Dios: “ya no eres más esclavo, sino hijo” (Ibíd., 4,7); es la libertad que Cristo nos ha conseguido mediante su cruz y su resurrección.
En la perspectiva de los próximos días de la Semana Santa y de la Pascua, estas palabras adquieren una intensidad particular. Fijando nuestra mirada en la Madre del Señor, meditamos los inescrutables misterios de la Sabiduría divina, de los que Ella ha sido testimonio en la plenitud de los tiempos. ¡Esta es la plenitud de los tiempos que perdura para siempre!

Nota de Redacción: El Santo Padre pronunció la homilía bajo fuerte lluvia y por ello omitió algunos párrafos del texto previo. La oficina de prensa de la Santa Sede señaló el deseo del Papa de que tomara el texto integro previsto. En otros mensajes, por razones de tiempo sucedió algo similar y el pedido de la oficina citada se reiteró.

Al continuar la celebración en corrientes, el Santo Padre dijo imprevistamente a los asistentes:
“Dejad la última palabra al Papa. Este es el don del cáliz que quiero transmitir a vuestro Pastor por la arquidiócesis. Después, no puedo despedirme de vosotros sin expresar mi profunda admiración por vuestra asamblea de hoy, que ha participado con esta lluvia fuerte, ha demostrado una gran fe, una grande resistencia, porque sois aquí de la arquidiócesis de Corrientes, pero también de Resistencia (Chaco).
Resistencia se hace también paciencia. Quiero agradecer a vosotros por aquellas virtudes humanas y cristianas. Pienso que me llevo el recuerdo de todas las celebraciones, en Chile, en Argentina, en diversos lugares, pero la celebración eucarística de hoy se hará el recuerdo más “lungo”. Deseo también, que sea un consuelo para vuestro arzobispo. Adiós. Adiós. Muchas gracias”.

Fuente: Juan Pablo II entre nosotros - Libro de Oro de una visita Inolvidable - Edición Extraordinaria revista Esquiú. Abril 1987 páginas 145 a 149.



Video de la Santa Misa celebrada en Corrientes - Los momentos después de la Homilia.

Conversión renovada en obras 8/4/1987 Discurso en Salta: V Centenario de la evangelización

Conversión renovada en obras




Discurso en Salta: V Centenario de la evangelización*

*Homilía del Santo Padre Juan Pablo II pronunciado el Miércoles 8 de abril de 1987en Limache, Salta, ante el pueblo de Salta y peregrinos del noroeste argentino

Sinopsis:
1. Mandato de evangelizar a todos los pueblos hasta el fin del mundo. Celebración de los quinientos años de evangelización el América.
2. Saludos. Agradecimiento a Dios por la herencia recibida, cultural y sobre todo religiosa.
3. Fidelidad a la Iglesia, a pesar de los errores de alguno de sus hijos, al mandato de evangelizar. América, continente de la esperanza, debe llevar esa esperanza de la evangelización a otros lugares.
4. Recuerdo de la historia de la evangelización en Argentina.
5. Renovación de la gracia bautismal en cada uno, a través de la conversión y penitencia de cuaresma.
6. Ejercitar y afianzar las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad. El amor que reconcilia con Dios y con los hermanos.
7. Presencia salvífica de Cristo entre nosotros hasta el final de los tiempos.




“Les prediqué que era necesario arrepentirse y convertirse a Dios, manifestando su conversión en obras” (Hch 26, 20).
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Con estas palabras, recogidas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, el mismo San Pablo, el Apóstol de las Gentes, compendia el contenido de su predicación. El había ido por el mundo para difundir el mensaje de Jesús entre los hombres de su tiempo, repitiendo la invitación apremiante del Maestro: “Se ha cumplido ya el tiempo, y el reino de Dios está cerca: haced penitencia, y creed la Buena Nueva” (Mc 1, 15).
Toda la Iglesia, a lo largo de estos casi ya dos milenios de su peregrinación por esta tierra, no cesa de anunciar a toda la humanidad ese mensaje de penitencia y conversión a Dios. Un mensaje que es divinamente eficaz, porque en la fuerza de la Palabra y los Sacramentos opera el poder de Cristo, el Hijo de Dios encarnado. A todas las generaciones de evangelizadores, que continúan la misión del Señor, se dirige aquel mandato y aquella garantía divina, con la que se cierra el Evangelio según San Mateo: “Yo he recibido todo el poder en el cielo y en la tierra. Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre} y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que Yo os he mandado. Y Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 18-20).
El mandato evangelizador abarca a “todos los pueblos”, y se extiende “hasta el fin del mundo”. Por eso, al aproximarse el V centenario del descubrimiento de América por Cristóbal Colón en 1492, la Iglesia no podía dejar de hacer suya la celebración de esta efemérides, ya que ella, también durante estos quinientos años, ha dado cumplimiento a ese mandato de Cristo en las inmensidades de este continente.
La Providencia de Dios ha querido que esta visita a vuestra patria, se desarrollara precisamente durante la novena de años que precede al 1992, constituyendo como un hito significativo de la preparación del V centenario, que será –así se lo pedimos a Dios– un tiempo de gracia para toda América. En este marco, mi permanencia en la Argentina adquiere el sentido de una gozosa y agradecida celebración cristiana y eclesial de este casi medio milenio de la evangelización en vuestras tierras.

Herencia de fe
2.
¡Gracias, Señor, por haberme permitido venir hasta esta querida Salta, que es tuya y de la Virgen del Milagro! ¡Gracias por estas horas imborrables que paso en el Noroeste argentino!
Saludo afectuosa y fraternalmente al Pastor de esta querida arquidiócesis, y a todos mis amados hermanos en el Episcopado de esta región, que guían al Pueblo de Dios en Jujuy, Orán, Cafayate y Humahuaca. Saludo asimismo a las autoridades civiles aquí presentes.
Mi saludo quiere estrechar en un mismo abrazo a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a todos los demás fieles, y a todos los que habitan en esta parte del Norte argentino. De modo particular doy la bienvenida a este encuentro y expreso mi afecto a los representantes de los más antiguos habitantes de estas tierras, los cuales están siempre muy cerca del corazón del Papa. Constituye para mí motivo de especial gozo saludaros como integrantes de los pueblos quechua, guaraní, mapuche y tantos otros, herederos de antiguas tradiciones y culturas. Amad los valores de vuestros pueblos y hacedlos fructificar; amad, sobre todo, la gran riqueza que por querer divino habéis recibido: vuestra fe cristiana.
Queridos hermanos y hermanas que me escucháis:
Mi agradecimiento a Dios por hallarme entre vosotros es, al mismo tiempo, agradecimiento por estos siglos de evangelización de la Argentina, que aquí en Salta se hacen particularmente visibles en su continuidad con los orígenes. En los hombres y mujeres de esta tierra, en sus costumbres y estilo de vida, hasta en su arquitectura, se descubren los frutos de aquel encuentro de dos mundos, que tuvo lugar cuando llegaron los primeros españoles y entraron en contacto con los pueblos indígenas que vivían en esta región, y en particular con la cultura quechua-aimará.
De este fructífero encuentro ha nacido vuestra cultura, vivificada por la fe católica que desde el principio arraigó tan hondamente en estas tierras. La proximidad del V centenario de la evangelización de América Latina es una gran ocasión para renovar nuestro agradecimiento a Dios por la herencia de fe y amor que habéis recibido, y para llenaros del santo y ardiente deseo de que ese patrimonio sea muy fecundo en vuestras vidas y en las de vuestros hijos. ¡La gracia de Dios, y la protección de la Santísima Virgen, de los Ángeles y de los Santos, no os faltarán!

América, misionera
3.
Acabamos de escuchar a San Pablo que, tras narrar la historia de su conversión al Rey Agripa, agrega: “Desde ese momento, Rey Agripa, nunca fui infiel a esta visión celestial” (Hch 26, 19). La Iglesia, a pesar de las debilidades de algunos de sus hijos, siempre será fiel a Cristo y, apoyada en el poder de su Fundador y Cabeza –quien estará con sus discípulos hasta el fin del mundo– (cf. Mt 28, 20), seguirá proclamando el Evangelio y bautizando a los hombres en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo
Al contemplar cómo el mandato de predicar y bautizar se ha hecho realidad en este continente, la Iglesia confiesa humildemente que ha recibido la misión y la autoridad de Cristo para continuar a través de los siglos su obra redentora. Como dije en Santo Domingo, “la Iglesia, en lo que a ella se refiere, quiere acercarse a celebrar este centenario con la humildad de la verdad, sin triunfalismos ni falsos pudores” (Homilía en Santo Domingo, 12 de octubre de 1984, n. 3). Esa verdad sobre el ser y el destino de América me hacen afirmar, con renovada convicción, que éste es un continente de esperanza, no sólo por la calidad de sus hombres y mujeres, y las posibilidades de su rica naturaleza, sino principalmente por su correspondencia a la Buena Nueva de Cristo. Por eso, cuando está a punto de empezar el tercer milenio del cristianismo, América ha de sentirse llamada a hacerse presente en la Iglesia universal y en el mundo con una renovada acción evangelizadora, que muestre la potencia del amor de Cristo a todos los hombres, y siembre la esperanza cristiana en tantos corazones sedientos del Dios vivo.


4. Así, mirar hacia el pasado de la evangelización en esta bendita nación argentina, no es una muestra de sentimentalismo nostálgico, ni un llamado al inmovilismo. Por el contrario, es reconsiderar la presencia permanente de Cristo en vuestro pueblo, y profundizar en esta vital conexión con la perenne novedad del Evangelio, que fue sembrado en esta terra argentea a los pocos años del descubrimiento de América, con las expediciones de Magallanes, Caboto, Mendoza, Almagro, Núñez del Prado y otros.
Desde entonces, y gracias al tesón de los primeros evangelizadores, la Palabra y los Sacramentos de Cristo no han cesado de edificar la Iglesia en Argentina. Los descendientes de los naturales de estas tierras se fueron convirtiendo y bautizando en gran número y se unieron a los hijos de España, que han dejado en herencia las hondas raíces cristianas de su cultura.
Muestra originalísima de las potencialidades humanas y cristianas de este proceso de creación de un “ Nuevo Mundo ”, fueron las justamente célebres misiones guaraníticas. Desde el principio, la evangelización fue de la mano con la promoción humana en todos los terrenos: cultural, laboral, asistencial. Y ha de seguir así, especialmente en la evangelización de los más necesitados, entre los que no pocas veces se encuentran los descendientes de los primeros habitantes de estas tierras. Es necesario hacer llegar a ellos el mensaje cristiano de modo que vivifique eficazmente sus propios valores tradicionales.
A lo largo del período colonial, la Iglesia se fue asentando, no sin dificultades, en las diversas regiones de vuestra vasta geografía. Al ver los edificios religiosos y civiles de Salta, sus patios de laja y su maciza rejería, parece como si nos trasladásemos a aquellos siglos, en los que tantos celosos misioneros trabajaron heroicamente en la obra del Evangelio. No puedo dejar de mencionar la vida sencilla, alegre, llena de amor por los indígenas de San Francisco Solano, y de ese gran modelo de acción apostólica que fue el Beato Roque González de Santa Cruz, que selló con su sangre la fidelidad a Cristo.
En los casi dos siglos de vida nacional independiente, la evangelización ha seguido avanzando, tanto en extensión territorial –hasta abarcar todo el país, desde el extremo norte hasta la Patagonia–, como en organización eclesiástica y, sobre todo, en intensificación de la vida cristiana. Las grandes corrientes migratorias, al paso que daban una fisonomía cosmopolita a esta gran nación y la conectaban singularmente con Europa, confirmaron la identidad cristiana del país, siempre unido en torno a la fe bautismal de la mayoría de los que han venido a habitar el suelo argentino. Ciertamente no han faltado obstáculos en la tarea evangelizadora, sobre todo por las múltiples manifestaciones de esa mentalidad que pretende prescindir de los valores cristianos en la configuración humana e institucional de vuestra patria. Sin embargo, esa misma dificultad se ha convertido en fuente de madurez y en estímulo constructivo para los cristianos argentinos.
Quisiera evocar, como momento clave de la historia de la Iglesia en Argentina durante este siglo, y como llamado a renovar vuestra confianza en Dios de cara al futuro, aquel gran Congreso Eucarístico Internacional, al que vino como Legado Pontificio el cardenal Pacelli, futuro Papa Pío XII, de venerada memoria. En este memorable evento, se puso de manifiesto, una vez más, que el centro de toda la vida de la Iglesia es la Santísima Eucaristía, que no ha dejado de venerarse desde aquellas primeras Misas en las costas patagónicas en 1519, durante el viaje de Magallanes.

Renovación de fe
5.
Este proceso de progresiva maduración en la fe bautismal, que se ha llevado a cabo en la evangelización de Argentina, debe madurar también en la vida de cada cristiano. Para esto debemos actualizar la memoria del propio bautismo. Ello nos dará ocasión de renovar nuestra fidelidad personal a la vocación cristiana que nace de ese sacramento.
Durante este tiempo de Cuaresma, nuestra Madre la Iglesia nos anima a “anhelar..., con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que... por la participación en los misterios que nos dieron nueva vida, alcancemos la gracia de ser con plenitud hijos de Dios” (Missale Romanum, Praefatio Quadragesimae, I). La liturgia nos llama a crecer en esa nueva vida que recibimos en el momento del bautismo, participando en los misterios de la muerte y resurrección de nuestro Salvador.
Estos cuarenta días de penitencia y conversión que preceden cada año a la Pascua, recuerdan, con particular intensidad, que para vivir como cristianos no basta haber recibido la gracia primera del bautismo, sino que es preciso crecer continuamente en esa gracia. Además, ante la realidad del pecado, aún presente cada día en la existencia humana, resulta necesario arrepentirse y convertirse a Dios, manifestando la conversión con obras (cf. Hch 26, 20).
Es lo que San Pablo hacia presente en su defensa ante Agripa, cuando contaba cómo Jesús le mostró los horizontes de su apostolado: “Te envío para que les abras los ojos, y se conviertan de las tinieblas a la luz y del imperio de Satanás al verdadero Dios, y por la fe en Mí, obtengan el perdón de los pecados y su parte en la herencia de los santos” (Hch 26, 17-18). Ese paso de las tinieblas a la luz, del pecado a la gracia, de la esclavitud del demonio a la amistad con Dios, tuvo lugar en las aguas de nuestro bautismo, y se vuelve a realizar cada vez que se recupera la gracia mediante el sacramento de la penitencia.
Queridos hermanos y hermanas: ¡Vale la pena volver al Padre para ser perdonados!
El camino de regreso hacia la casa del Padre, comporta arrepentimiento, hacer propósitos de nueva vida, confesarnos ante el ministro de Cristo y reparar por nuestros pecados mediante las obras de penitencia; es un camino que cuesta recorrerlo, pero que nos conduce a una alegría y a una paz que son la alegría y la paz del mismo Cristo.

Ejercitar las virtudes
6.
El futuro de la evangelización en Argentina requiere una continua conversión a Cristo de todos los hijos de Dios, que forman parte de esta nación. Será posible afrontar los grandes retos de la hora presente si todos luchamos por participar cada vez más hondamente en los misterios de Cristo, muerto y resucitado por la salvación de los hombres.
La enseñanza de San Pablo que hemos oído en la lectura bíblica es siempre actual: hemos de manifestar nuestra conversión en obras (cf. ibíd., 26, 20). Obras propias de la nueva vida de los hijos de Dios en Cristo, en las que se ejercen las tres virtudes teologales, que son como el entramado de la existencia cristiana: la fe, la esperanza y la caridad.
“Te envío para que les abras los ojos, y se conviertan de las tinieblas a la luz” (Ibíd., 26, 17-18). Vuestros obispos han querido subrayar que he venido a la Argentina como mensajero de fe, para confirmar a mis hermanos argentinos en la fe de quien es único Maestro, el mismo Cristo (cf. Mt 23, 8). Con los ojos de la fe descubriréis el sentido divino de vuestra nueva vida, y veréis que ninguna noble realidad humana queda al margen de los designios salvíficos de Dios. El Papa os exhorta a que crezcáis en vuestro conocimiento del depósito de la Verdad revelada; y que vuestra fe se muestre siempre con obras (cf. St 2, 14-19), como claro testimonio del Evangelio que debe iluminar todos los instantes de vuestra existencia cotidiana y también vuestra actitud ante las grandes opciones que plantea el presente y el futuro de la nación.
“Te envío para que... obtengan... su parte en la herencia de los santos” (Hch 26, 17-18). El mensaje del Evangelio transmite la única esperanza capaz de colmar las ansias de bien y de felicidad a todo ser humano: la esperanza de participar en la herencia de los santos, que hemos recibido como germen en nuestro bautismo. Y esa herencia es Dios mismo, al que, si somos fieles en esta vida, conoceremos cara a cara y amaremos por toda la eternidad en el cielo. Sin embargo, ya durante nuestro caminar terreno participamos de esa herencia, y gozamos de un anticipo de las realidades celestiales. De ahí que nuestra esperanza también se extienda al presente, en el que estamos ciertos que jamás nos faltará la protección y la ayuda amorosa y paternal del Altísimo, para peregrinar gozosamente hasta nuestro destino final. Dios es nuestro Padre, y quiere que reluzca su potencia en esta amada nación. Este es el mensaje de esperanza que os deja el Papa.
El mismo San Pablo, en su primera Carta a los Corintios, enseña que, por encima de la fe y de la esperanza y de todo otro don divino, se encuentra la virtud de la caridad, del amor a Dios y al prójimo. La caridad jamás se acaba, y sin ella las demás virtudes carecen de valor. El amor cristiano ha sido, queridos hermanos, el alma de la evangelización de América y de la Argentina; la caridad apostólica ha sido la fuerza divina que ha movido a los misioneros y evangelizadores, y que ha de seguir impulsando el crecimiento de la obra de Cristo entre vosotros, en la que todos los fieles estáis llamados a participar en virtud de vuestra vocación bautismal al apostolado.
Este amor a Dios, y a los demás por Dios, os llevará a permanecer siempre unidos al Señor y a vuestros hermanos. Con la caridad de Cristo combatiréis el pecado, que es el gran obstáculo para esa unión, y llevaréis a cabo una honda y sólida reconciliación entre todos los argentinos, basada en la reconciliación de cada uno con su Padre Dios.

Presencia de Cristo Salvador

7.
“Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18): son palabras de Jesús, con las que muestra el fundamento de toda la misión de la Iglesia. Ante esas palabras se disipa cualquier duda o temor que, a la vista de las dificultades de la vida presente pudiera anidarse en nuestro corazón. El Señor nos acompaña; El está siempre presente con su Palabra y con los Sacramentos, que aseguran su acción salvífica en medio de nosotros hasta el fin de los tiempos (cf. ibíd., 28, 20).
Reunidos aquí, en Salta, para dar gracias a Dios por los cinco siglos de evangelización en el continente americano, elevamos nuestra plegaria de alabanza al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, porque las promesas de Jesús se han cumplido abundantemente en estas tierras. Y, por la intercesión de la Madre de Dios, pedimos al Señor de la historia una renovada conversión de la Argentina y de toda América al Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, y que su conversión se manifieste en obras. Amén.

Fuente: Juan Pablo II entre nosotros - Libro de Oro de una visita Inolvidable - Edición Extraordinaria revista Esquiú. Abril 1987 páginas 142 y 144.

La libertad de la verdad - 8/4/1987 - Tucumán: El amor de los cristianos a su propia patria

La libertad de la verdad

Tucumán: El amor de los cristianos a su propia patria*


*Celebración de la Palabra en Tucumán - Discurso de Juan Pablo II en el Aeropuerto Benjamín Matienzo Miércoles 8 de abril de 1987

Sinopsis:
1.
La filiación de adopción divina es el tema central de la celebración. Con esta doctrina fundamental de la fe cristiana. Se relaciona el amor cristiano a la propia patria.
2. La filiación de adopción divina es un punto fundamental de la fe cristiana. Es también una pauta de conducta que guía hacia la plena identificación con Cristo. Siendo un tema muy amplio, el Papa se detendrá en dos características principales: la libertad y la piedad de los hijos de Dios.
3. La libertad y la piedad son dos conceptos muy relacionados en el lenguaje bíblico. Siendo trascendente que adquieran en el plano de las relaciones entre Dios e Israel. Solo la libertad que de Cristo fundamenta la auténtica dignidad humana.
4. La estructura de la experiencia argentina coincide con todo lo anterior. Desde sus orígenes la Argentina ha relacionado estrechamente la libertad con la fidelidad a su propia herencia. La conquista de la libertad política se ha apoyado también en la confianza en Dios y en la Virgen. Es esa la base de la nueva andadura histórica.
5. Libertad de los hijos que nace de la verdad (Jn. 8,32). La piedad se manifiesta, en primer lugar, en la observancia del Hijo al designio salvífico del Padre. Esta piedad nos comunica con el Espíritu Santo. Consecuencias morales obediencia al designio de Dios, no vivir según la carne, servir a los hermanos.
6. La filiación de adopción divina abarca todo el hombre y todas las cosas, y compromete a llevar con Cristo toda la creación hacia el Padre. Esa filiación divina se proyecta también en el patrimonio (piedad para con la patria), que es parte del cumplimiento del cuarto mandamiento. Principales consecuencias morales para los católicos argentinos.
7. Conclusión. Expresión de esperanza y bendición final.




1. “Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8, 18).
Con estas palabras, invitaba San Pablo a los cristianos de Roma a que levantaran su mirada por encima de las difíciles circunstancias que entonces estaban atravesando, y percibieran la insondable grandeza de nuestra filiación divina, que está presente en nosotros, aunque no se haya manifestado todavía en su plenitud (cf. 1Jn 3, 2). Es un bien de tal inmensidad, que la creación entera “gime y sufre ” anhelando participar en “la gloriosa libertad de los hijos de Dios”, aquella “que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8, 18. 21-22). En pos de esos derroteros inspirados por el Apóstol, el Sucesor de Pedro ha venido a la tierra tucumana, para alabar con vosotros la misericordia de Dios Padre que ha querido “llamarnos hijos de Dios, y que lo seamos” (1Jn 3, 1).
Lo hacemos aquí, en esta ciudad de San Miguel de Tucumán, a la que llamáis Cuna de la Independencia, por haber iniciado aquí vuestro camino en la historia como nación independiente. Desde entonces, los habitantes del Norte argentino os sentís especialmente vinculados a este lugar; y habéis cultivado un marcado amor a vuestra patria, sintiendo además la responsabilidad de custodiar la libertad y la tradición cultural de la Argentina. En el cristiano esos nobles sentimientos se enraízan en el don de la filiación divina, y allí encuentran también su fundamento, su sentido y su medida. Muy apropiado es, por tanto, que nos reunamos aquí para agradecer a Dios Padre que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos de verdad; y nuestra acción de gracias va unida a nuestra plegaria para que todo en nuestra vida, se haga conforme a esa verdad esencial: ¡Somos hijos de Dios!

2. En este contexto, saludo a las autoridades aquí presentes y agradezco su presencia en esta celebración. La responsabilidad política adquiere una nueva vitalidad cuando cada uno considera que es hijo de Dios, lo cual le llevará a imitar la providencia y la bondad de Dios Padre, y por tanto a realizar iniciativas cada vez más amplias y generosas en favor de todos.
Saludo con todo afecto a mis hermanos en el Episcopado; en primer lugar, al arzobispo de Tucumán, así como a los obispos de las diócesis sufragáneas: Santiago del Estero, Santísima Concepción y Añatuya. Y con ellos saludo también a todos los sacerdotes y a las religiosas y religiosos aquí presentes. De modo particular mi saludo se dirige a todos los seminaristas. Sé que ha habido últimamente un florecimiento de vocaciones entre vosotros; y eso ha impulsado a vuestro arzobispo a la construcción de un nuevo edificio para el seminario, que ha sido recientemente acabado. A todos os exhorto a consolidar en la mente y en el corazón vuestro afán de servir a Cristo, colaborando con El en conducir “a muchos hijos a la gloria” (Hb 2, 10).
Saludo a todos los tucumanos y santiagueños que habéis querido participar en esta celebración litúrgica. Sois dignos herederos de aquellos hombres y mujeres que os trajeron la semilla de la fe. Demos gracias a Dios porque su predicación y su testimonio ha arraigado profundamente entre vosotros, inspirando cristianamente vuestra vida individual y social. Sentís el sano orgullo de vuestra fe cristiana, de vuestra condición de hijos de la Iglesia católica y de hijos de Dios.

Libertad y piedad

3.
Nuestra condición de hijos adoptivos de Dios, es obra de la acción salvífica de Cristo y tiene lugar en cada uno por la comunicación del Espíritu Santo. Es, por tanto, una realidad que tiene sus raíces en el misterio central de nuestra fe: la Santísima Trinidad (cf. Dominum et Vivificantem, 52).
Por otro lado, la filiación divina afecta a nuestra persona en su totalidad, a todo lo que somos y hacemos, a todas las dimensiones de nuestra existencia; y, a la vez, repercute, de modo específico, en la realidades en que se desarrolla la vida de los hombres, es decir, todo el universo creado.
Bajo esta perspectiva encontramos el estilo de vida que debemos conducir, para que todas nuestras obras sean conformes con nuestra condición de hijos de Dios. San Pablo, en efecto, enseña que la predestinación de hijos ha tenido lugar “para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia” (Ef 1, 4); y, por tanto, “semejantes a la imagen de su Hijo” (Rm 8, 29). La filiación divina es, por tanto, una llamada universal a la santidad; y nos indica además que esa santidad ha de configurarse según el modelo del Hijo amado, en quien el Padre se ha complacido (cf. Mt 17, 5).
Nos encontramos entonces en el corazón de los misterios de nuestra fe. Dada esta perspectiva os invito ahora a reflexionar conmigo sobre dos características fundamentales para esa filiación divina: la libertad y la piedad.

Libertad y dignidad
4.
En el lenguaje bíblico, los conceptos de libertad y de piedad aparecen íntimamente vinculados. La libertad, en efecto, es la condición propia de los hijos; opuesta a la esclavitud de los siervos. La diferencia entre unos y otros estaba en que los hijos participaban de la herencia de sus padres, es decir, de sus bienes y posesiones. Ello les permitía vivir con libertad y dignidad, sin estar sometidos a otros hombres para poder subsistir.
Es lógico, entonces, que los hijos reconociesen en sus padres no sólo el origen de su existencia, sino también de su libertad y dignidad; quedando comprometidos además a honrarlos debidamente, y a conservar el patrimonio paterno. Y precisamente ese honor tributado a los padres, junto con la fidelidad a la herencia, constituye la piedad; una virtud que es fundamento del amor filial, y que encierra el reconocimiento y gratitud hacia los padres, junto con la obediencia a sus indicaciones.
Referido a las relaciones entre Dios y su Pueblo, todo esto adquiría en Israel un significado trascendente. Ser libres significaba antes que nada no estar esclavizados por el pecado, no servir a dioses extraños, o a cualquier forma de ídolos, incluido el propio yo. Y de un modo positivo significaba la santidad; es decir, la completa dedicación al culto y la honra de Dios. La libertad se basaba en la posesión de la tierra que Dios prometió y entregó a los hebreos; y también en la promesa de una “herencia incorruptible, incontaminada, perennemente lozana” (1P 1, 4), que se haría realidad mediante el advenimiento del Mesías. De aquí que la piedad de los hijos consistiera en la fidelidad a Dios y en la obediencia a sus preceptos y mandatos.
Todo aquello, sin embargo, fue una sombra de la libertad de los hijos de Dios, que Cristo obtuvo para nosotros. “Si el Hijo os libra, seréis en verdad libres” (Jn 8, 36), había dicho Jesús a los judíos que entonces “habían creído en El” (Jn 8, 31), y lo mismo nos dice Jesús hoy a todos nosotros; y yo mismo se lo repito a todos los argentinos desde esta queridísima ciudad de Tucumán: “¡Si el Hijo os libra, seréis en verdad libres!”.
5. Quisiera, ahora, que relacionarais estas realidades con la experiencia histórica de vuestra patria. Desde su nacimiento como nación, que fue sellado en la Casa de Tucumán, la Argentina ha ido adelante guiada por ese instinto certero que relaciona estrechamente la libertad de sus gentes con la fidelidad a esa herencia, que son vuestras tierras, vuestro patrimonio, vuestras nobles tradiciones.
Además toda la cultura que España promocionó en América estuvo impregnada de principios y sentimientos cristianos, dando lugar a un estilo de vida inspirado en ideales de justicia, de fraternidad y de amor. Todo ello tuvo muchas y felices realizaciones en la actividad teológica, jurídica, educativa y de promoción social. El hombre del Norte argentino bebió en esas fuentes espirituales e incluso los diversos sucesos históricos del país naciente, estimularon a no pocos de vuestros próceres a poner en las manos de Dios y de la Virgen el destino que entonces se mostraba incierto para vuestro pueblo.

Necesidad de una auténtica reconciliaciónAhora os encontráis ante una nueva etapa de vuestro camino en la historia. Percibís la necesidad de lograr una auténtica reconciliación entre todos los argentinos, una mayor solidaridad, una decidida participación de todos en los proyectos comunes. ¡Es verdaderamente una tarea grande y noble la que tenéis ante vosotros!
Más allá de las iniciativas concretas que habéis de promover y que son de vuestra competencia, el Papa quiere recordaros –muy en consonancia con vuestra misma experiencia histórica– las palabras del Salmista que hemos rezado, meditándolas, hace pocos momentos, y que nos llevan a poner la mirada y la esperanza en Dios:
“Si el Señor no construye la casa, / en vano se cansan los que la edifican; / si el Señor no guarda la ciudad, / en vano vigilan los centinelas” (Sal 127 [126], 1).
Argentinas y argentinos, comportaos de acuerdo con la “libertad con que nos liberó Cristo” (Ga 5, 1), que proporciona el sentido, la medida y la consistencia a cualquiera otra forma de libertad y de dignidad humanas, y amaréis así a vuestra patria y la serviréis con generosa entrega.

Bandera de la Provincia de Tucumán
No ser esclavo de las experiencias del pecado
6.
La libertad que nos ha dado Cristo, nos libra, como nos enseña San Pablo, de la esclavitud de los “elementos del mundo” (Ibíd., 4, 3); es decir, de la errónea elección del hombre que le lleva a servir y hacerse esclavo de “los que por naturaleza no son dioses”: (Ibíd., 4, 8) el egoísmo, la envidia, la sensualidad, la injusticia y el pecado en cualquiera de sus manifestaciones.
La libertad cristiana nos lleva a honrar a Dios Padre siguiendo el ejemplo de Cristo, el Hijo unigénito, que siendo “igual a Dios”, se hizo “semejante a los hombres; y en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). El Salvador nos redimió obedeciendo al Padre por amor, y “fue escuchado por su piedad” (Hb 5, 7), Jesús llevó a cabo el designio salvífico del Padre movido por el Espíritu Santo. Y ese mismo Espíritu, que envió Dios a nuestros corazones, clama “Abba!” (cf. Ga 4, 6). Esta palabra “Abba” era el nombre familiar con el que un niño se dirigía a su padre en lengua hebrea; una palabra fonéticamente muy parecida a la que vosotros soléis emplear, y con la que incluso os dirigís a Dios Padre, llamándole Tata Dios, con tanta veneración y confianza.
Para Jesús, hacer la voluntad de Dios era el alimento de su existencia (cf. Jn 4, 34), aquello que sostenía y daba sentido a su actuación entre los hombres. Y lo mismo debe suceder en la vida de los hijos de Dios: ¡Debemos concebir nuestra existencia como un acto de servicio, de obediencia, al designio libre, amoroso y soberano de nuestro Padre Dios! Haciendo lo que Dios quiere, también con sacrificio, nos revestimos de la libertad, del amor y de la soberanía de Dios.
Comprendéis que es ésta una tarea que nos supera; pero no estamos solos; es el mismo Espíritu quien “intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26), Debemos dejarnos guiar por el Espíritu Santo, como corresponde a los hijos, y hacer morir en nosotros mismos las obras del cuerpo; no vivir según la carne, sino según el Espíritu (cf. Ibíd. 8, 4. 13-17), sirviéndonos “por amor unos a otros” (Ga 5, 13). Las obras de la carne son conocidas, dice San Pablo, y menciona, entre otras: la lujuria, las enemistades, las peleas, las envidias, las embriagueces (cf. Ibíd., 5, 19-21). Los frutos del Espíritu, en cambio, son caridad, alegría, paz, longanimidad, mansedumbre, continencia (cf. Ibíd., 5, 22-23),
Sigue un párrafo improvisado que se reproduce textualmente:
“La libertad es para hacer el bien, Para crecer en amor y verdad, para que se cumpla a través del amor, del amor de Dios, del amor de nuestros hermanos. Sin esta dimensión espiritual de la libertad, una persona humana no es libre de veras. Se deja sometida, se deja esclavo de sus pasiones, de sus pecados. Eso no es libertad. Es libertad cuando la persona humana cumple todo aquello que es el bien, como nos enseña San Pablo. Y el bien de Dios, todos los días, es el bien del amor, del amor de Dios, del amor de los hermanos”.

Filiación divina y patriotismo

7.
El estilo de vida de los hijos de Dios ha de informar todas las dimensiones de la existencia humana; y, por tanto, también vuestra misma identidad como ciudadanos, como argentinos, a la vez que vuestro comportamiento a nivel individual, familiar y social.
Esto es así, porque como nos enseña el Concilio Vaticano II, “con su encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo con cada hombre. Trabajó con manos de hombre, reflexionó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad humana y amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (cf. Hb 4, 15)” (Gaudium et spes, 22), todo nuestro ser y actuar de hombres, ha sido asumido y exaltado en la Persona divina del Hijo de Dios.
“quien se llamaba muchas veces Hijo del Hombre”, (improvisó nuevamente)
Además, Cristo, mediante el don del Espíritu Santo, nos ha hecho partícipes del señorío que El tiene sobre todo lo creado. A El le obedecen “hasta el viento y el mar”, como hemos contemplado en la narración del Evangelio de San Marcos (Mc 4, 41), proclamado hace unos momentos. En El han de ser recapituladas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (cf. Ef 1, 10); y “cuando todas las cosas le hayan sido sometidas, entonces el Hijo mismo se someterá al que se las sometió todas, a fin de que Dios lo sea todo en todas las cosas” (1Co 15, 28).
A vosotros, católicos argentinos, os corresponde, por tanto, contribuir a que “el mundo entero se encamine realmente hacia Cristo” (Apostolicam actuositatem, 2); restaurar, trabajando con todos los hombres, el orden de las cosas temporales y perfeccionarlo sin cesar, según el valor propio que Dios ha dado, considerados en sí mismos, a los bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales, etc (Ibíd., 7). Contáis para ello con la luz y la fuerza del Espíritu Santo.
Entre las muchas consideraciones que aquí se podrían hacer, el Papa quiere referirse a una concreta: la piedad en la vida civil, conocida en nuestro tiempo como amor a la propia patria o patriotismo. Para un cristiano se trata de una manifestación, con hechos, del amor cristiano; es también el cumplimiento del cuarto mandamiento, pues la piedad, en el sentido que venimos diciendo incluye –como nos enseña Santo Tomás de Aquino– (Summa Theologiae, IIª-IIæ, q. 101, a. 3, ad 1) honrar a los padres, a los antepasados, a la patria. El Concilio Vaticano II ha dejado, también a este respecto, una enseñanza luminosa. Dice así: “Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre también por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase de vínculos entre las razas, los pueblos y las naciones” (Gaudium et spes, 75).
Considerad, pues, que el amor a Dios Padre, proyectado en el amor a la patria, os debe llevar a sentiros unidos y solidarios con todos los hombres. Repito: ¡con todos! Pensad también que la mejor manera de conservar la libertad que vuestros padres os legaron se arraiga, sobre todo, en acrecentar aquellas virtudes –como la tenacidad, el espíritu de iniciativa, la amplitud de miras– que contribuyen a hacer de vuestra tierra un lugar más próspero, fraterno (“más abierto” agrego) y acogedor.

“Ese es el programa” agregó el pontífice
8.
¡Creced en Cristo! ¡Amad a vuestra patria! ¡Cumplid con vuestros deberes profesionales, familiares y de ciudadanos con competencia y movidos por vuestra condición de hijos adoptivos de Dios! (“Ese es el programa” improvisó)
Sé que lo haréis. Veo reflejada en vuestros rostros la esperanza de la Argentina que quiere abrirse a un futuro luminoso y que cuenta con la promesa de sus jóvenes, con el trabajo de sus hombres y mujeres, con las virtudes de sus familias, alegría en sus hogares, el ferviente deseo de paz, solidaridad y concordia entre todos los componentes de la gran familia argentina.
Vuestros nobles anhelos y legítimas aspiraciones los encomiendo a vuestra Patrona y Madre, Nuestra Señora de Luján, Nuestra Señora de la Merced. Así se lo pido por intercesión de su Hijo amantísimo, mientras con todo afecto, os imparto mi Bendición Apostólica.

Fuente: Juan Pablo II entre nosotros - Libro de Oro de una visita Inolvidable - Edición Extraordinaria revista Esquiú. Abril 1987 páginas 139 y 141.


Yo confieso (misa en Tucuman)

Bendicion y palabras expontaneas (Tucumán)

La familia en tiempo de prueba y gracia 8/4/1987 Córdoba

La familia en tiempo de prueba y gracia*

nota: el audio de la 2º parte esta grabado mas bajo por favor suba el volumen para poder escucharlo


*Homilía del Papa Juan Pablo II en la Santa Misa Para las familias. - Córdoba (Argentina) el día miércoles 8 de abril de 1987

Sinopsis:
1.
Revelación Plena del Amor de Dios en el misterio Pascual de Cristo.
2. Saludos. Misión y dignidad de la familia.
3. El amor, que procede de Dios, se manifiesta en el juramento matrimonial. Este contiene el programa del verdadero amor conyugal: fiel, honesto, indisoluble y fecundo: el amor de Dios es apoyo seguro para su cumplimiento. Evitar lo que degrada ese amor.
4. El amor supone donación: deber de acrecentarlo; siguiendo con la ayuda de Dios, fiel hasta la muerte.
5. El amor va unido al santo temor de Dios, es decir, a la responsabilidad. Supone entrega, buscar el bien del amado, evitar la soberbia.
6. Vivir el amor en las circunstancias concretas del hogar. Responsabilidad ante el don de la vida. Educación de los hijos.
7. Responsabilidad del Estado y de la Iglesia en fomentar el bien de las familias. Indicaciones sobre la pastoral familiar.
8. Conclusión: importancia de la oración con las familias y por las familias.


1. “El amor que procede de Dios” (1Jn 4, 7).
El tiempo de Cuaresma nos sigue invitando, de modo insistente, a meditar sobre esta gran verdad: el amor que procede de Dios. Es ésta una realidad viva y actual que nunca debemos olvidar, mucho menos cuando nos acercamos a la Semana Santa y a la Pascua.
Ese amor que de Dios procede, el amor del mismo Dios Padre hacia nosotros los hombres, se ha manifestado sobre todo en que “envió a su Hijo único al mundo, para que tengamos Vida por medio de El ” (Ibíd., 4, 9); y lo envió “como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (Ibíd., 4, 10).
Nos encontramos ante un inefable misterio divino. La cruz de Cristo sobre el Calvario, su pasión y muerte en oblación y sacrificio por la humanidad pecadora revelan, al hombre y al mundo, el amor de Dios. Lo revelan plenamente, porque “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Y es el Unigénito de Dios mismo, Jesucristo, quien entrega la vida por los hombres. El misterio pascual viene a ser como la última y definitiva palabra de la revelación de Dios, que es Amor. El mismo nos amó primero: no es que nosotros lo hayamos amado, sino que El nos amó a nosotros.
Este misterio del amor divino, que nos ha sido revelado en Cristo, permanece irrevocablemente en la historia del hombre. Nadie lo puede desarraigar ni quitar.

2. “El amor procede de Dios”.

A la luz de esta verdad salvadora, doy la bienvenida y saludo a todas las familias aquí reunidas. No sólo de esta gran ciudad, Córdoba, sino de toda la Argentina. Como Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, cumplo en este día mi servicio pastoral, rezando por la familia, junto con vosotros, amados hermanos y hermanas: maridos y mujeres, padres e hijos, todos los que realizáis en la familia vuestra vocación humana y cristiana.
Cumplo este singular servicio, en presencia de los Pastores de la Iglesia que está en Córdoba y en toda Argentina. Vaya a todos ellos personalmente mi saludo, de modo particular a vuestro arzobispo, el cardenal Raúl Primatesta. Saludo asimismo con afecto a los sacerdotes, a las religiosas y religiosos, y a todos los fieles, que con tanto entusiasmo se dedican, en nombre de Cristo, a difundir entre las familias esa gran verdad: el amor procede de Dios.
¡Qué gran misión la vuestra, padres y madres de familia! No lo olvidéis nunca: “¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!” (Familiaris Consortio, 86). El Papa ha venido para pediros, en nombre de Dios, un empeño particular: que toméis con sumo interés la realidad del matrimonio y de la familia en este tiempo de prueba y de gracia; porque “el matrimonio no es efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor” (Humanae vitae, 8).
Al recordaros estas verdades, no hago otra cosa que subrayar lo que ha sido constante tradición de esta querida tierra argentina y que –sin duda alguna– constituye uno de los fundamentos más sólidos que han hecho, de la vuestra, una gran nación.


3. “El amor procede de Dios”
De esta gran verdad de fe, que animará la vida familiar, han de ser especialmente conscientes el hombre y la mujer cuando, acercándose al altar, pronuncian las palabras contenidas en el Ritual del Sacramento del Matrimonio: “Yo... te recibo... como mi esposa (o mi esposo) y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y respetarte todos los días de mi vida” (Ordo celebrandi Matrimonium, 25).
Todo esto constituye el contenido de la alianza matrimonial, mediante la cual se significa y se realiza el sacramento del matrimonio, sacramento grande referido a Cristo y a la Iglesia, como leemos en la Carta a los Efesios (cf. Ef 5, 32).
Al mismo tiempo, esa alianza sacramental suscribe el programa y los deberes que los esposos asumen para toda la vida. Cada una de sus palabras describe, muy en concreto, cómo es y cómo debe ser, el amor que los une en la presencia de Dios: en la presencia de ese Dios “que nos amó primero”, y que es la fuente y el principio de todo amor verdadero.
En este programa de vida que contiene el pacto conyugal, se pone de relieve con claridad que el verdadero amor no existe si no es fiel. Y no puede existir, si no es honesto. Tampoco se da –en la concreta vocación al matrimonio–, si no hay de por medio un compromiso pleno que dure hasta la muerte. Sólo un matrimonio indisoluble será apoyo firme y duradero para la comunidad familiar, que se basa precisamente en el matrimonio.
En la liturgia del sacramento se pregunta además: “¿Estáis dispuestos a recibir amorosamente, los hijos que Dios quiera daros, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?” (Ordo celebrandi Matrimonium, 24). Con ello se completan las principales características del amor matrimonial, que por su misma índole, por voluntad de Dios autor del matrimonio, está llamado a ser humana y cristianamente fecundo, abierto a la vida.
Queridas familias: el amor, que procede de Dios Padre, que se manifiesta plenamente en el misterio pascual de Cristo y que el Espíritu Santo difunde en nosotros, es “escudo poderoso y apoyo seguro” (Si 34, 16) para el cumplimiento de ese programa y de esos deberes; porque “el amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y se enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, a fin de conducir eficazmente a los esposos hacia Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad” (Gaudium et spes, 48). Gracias a ese apoyo seguro encontramos, en nuestro mundo, múltiples aspectos positivos en la situación de las familias, que son signo de la salvación de Cristo operante en nuestras vidas.
Sin embargo, no faltan signos de preocupante degradación, respecto a algunos valores fundamentales del matrimonio y de la familia. “En la base de estos fenómenos negativos está muchas veces una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta” (Familiaris consortio, 6).
Nosotros sabemos, con la segura certeza del que “ama y conoce a Dios” (cf. 1Jn 4, 7), que no existe auténtica libertad cuando ésta se contrapone al amor y a sus exigencias; que no existe verdadero respeto por las personas, si se contradice el designio divino sobre los hombres.
Oponeos, pues, resueltamente, con vuestra palabra y con vuestro ejemplo, a cualquier intento de menoscabar el genuino amor matrimonial y familiar. Precisamente porque el mundo está viviendo momentos de oscuridad y desconcierto en el campo de la familia, debemos pensar, queridos hijos, que es un momento propicio: el Señor ha tenido constancia en vosotros, y os ha destinado a que, aun en medio de las dificultades, seáis testigos de su amor por los hombres, del que deriva todo verdadero amor conyugal.
“No os intimidéis por nada, ni os acobardéis, porque Dios es nuestra esperanza” (cf. Si 34, 14). Luchad, con empeño y valentía, las batallas del amor. Una lucha que debe empezar en vosotros mismos y en vuestras familias, para desterrar egoísmos e incomprensiones; una lucha que procura ahogar el mal en abundancia de bien (cf. Rm 12, 17).


4. El amor matrimonial es ciertamente un gran don en el que dos seres humanos, hombre y mujer, se entregan recíprocamente para vivir el uno para el otro: para si mismos y para la familia. Consiguientemente, ese don es de agradecer al Señor, siendo consciente de él y conservándolo en el corazón.
Al mismo tiempo, el amor –precisamente porque supone la total entrega de una persona a otra– es simultáneamente un gran deber y un gran compromiso. Y el amor conyugal lo es de modo particular. Así, la unión matrimonial y la estabilidad familiar comportan el empeño, no sólo de mantener, sino de acrecentar constantemente el amor y la mutua donación. Se equivocan quienes piensan que al matrimonio le es suficiente un amor cansinamente mantenido; es más bien lo contrario: los casados tienen el grave deber –contraído en sus esponsales– de acrecentar continuamente ese amor conyugal y familiar.
Hay quienes se atreven a negar, e incluso a ridiculizar, la idea de un compromiso fiel para toda la vida. Esas personas –podéis estar bien seguros– desgraciadamente no saben lo que es amar: quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día. El amor verdadero –a semejanza de Cristo– supone plena donación, no egoísmo; busca siempre el bien del amado, no la propia satisfacción egoísta.
No admitir que el amor conyugal puede y exige durar hasta la muerte, supone negar la capacidad de autodonación plena y definitiva; equivale a negar lo más profundamente humano: la libertad y la espiritualidad. Pero desconocer esas realidades humanas significa contribuir a socavar los fundamentos de la sociedad: ¿Por que, en esa hipótesis, se podría continuar exigiendo al hombre la lealtad a la patria, a los compromisos laborales, al cumplimiento de leyes y contratos? Nada tiene de extraño que la difusión del divorcio en una sociedad vaya acompañado de una disminución de la moralidad pública en todos los sectores.
Queridos argentinos, el amor, que es a la vez un gran don y un gran empeño, os dará la fuerza para ser fieles y leales hasta el fin.

5. El Evangelio proclamado recuerda el mandamiento del amor: “Amarás al Señor, tu Dios... Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo” (Mt 22, 37-39). El amor al prójimo traduce una necesidad del corazón humano, y refleja además la conciencia de un don; pero este amor es, también, como hemos visto, el contenido de un mandato: conlleva un deber y una responsabilidad, que tiene particular relevancia en la familia, pues entre todas las personas a las que se refiere el concepto evangélico de “prójimo”, se encuentran, en primer lugar, las que permanecen unidas por el vínculo matrimonial y familiar.
En este sentido, resulta significativo que las lecturas de la liturgia hablen al mismo tiempo, de amor y de “temor”, del temor de Dios. No ciertamente un temor que amedrenta y quita la propia libertad; sino un temor filial que nace del amor y procura no ofender y, más aún, procura agradar a nuestro Padre Dios; es, por tanto, un temor salvífico que brota de la conciencia del bien y del valor, y que se manifiesta precisamente en una actitud de responsabilidad.
En las mismas relaciones humanas y, más concretamente en la, familiares, se encuentran unidos ese amor recíproco y esa mutua responsabilidad.
Responsabilidad del marido por la mujer y de la mujer por el marido. Responsabilidad de los padres por los hijos, y también de los hijos por los padres Responsabilidad grande, precisamente porque nace con el amor, y tiene la misión de ponerlo a prueba y de confirmarlo. La vida nos enseña, en efecto, que el amor – el amor matrimonial – es piedra de toque de toda la vida. Es grande y auténtico no sólo cuando aparece fácil y agradable, sino sobre todo cuando se confirma en medio de las pruebas de nuestro vivir, así como el oro se aquilata por el fuego. Tendría un pobre concepto del amor humano y conyugal quien pensara que, al llegar las dificultades, el cariño y la alegría se acaban; es ahí donde los sentimientos que animan a las personas revelan su verdadera consistencia, es ahí donde se consolidan la donación y la ternura, porque el verdadero amor no piensa en sí mismo, sino en cómo acrecentar el bien de la persona amada; su mayor alegría consiste en la felicidad de los seres queridos.
Cada familia cristiana debe ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas desavenencias diarias, se perciba un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto del amor y de una fe real y vivida.

6. Permitidme, queridísimos cordobeses y argentinos todos, que os proponga el modelo de la Sagrada Familia. El Hogar de Nazaret muestra precisamente cómo las obligaciones familiares, por pequeñas y corrientes que parezcan, son lugar de encuentro con Dios. No descuidéis, por tanto, esas relaciones y esos quehaceres: si una persona mostrara gran interés por los problemas del trabajo, de la sociedad, de la política, y descuidara los de la familia, podría decirse de ella que ha trastocado su escala de valores.
El tiempo mejor empleado es el que se dedica a la esposa, al esposo, a los hijos. El mejor sacrificio es la renuncia a todo aquello que pueda hacer menos agradable la vida en familia. La tarea más importante que tenéis entre manos es empeñaros para que fructifique, con mayor intensidad cada día, el amor dentro del hogar.
La lectura del Libro del Eclesiástico recordaba: “¡Feliz el alma que teme al Señor!” (Si 34, 15). Y el Salmista insiste: “¡Feliz quien teme a Dios y marcha en sus caminos!” (Sal 128 [127], 1). Feliz el cristiano que trabaja y se esfuerza por su salvación con temor y temblor (cf. Flp 3, 12). Feliz el cónyuge que acepta con temor de Dios el gran don del amor de su otro cónyuge, y lo corresponde. Feliz la pareja cuya unión matrimonial está presidida por una profunda responsabilidad por el don de la vida, que tiene su inicio en esta unión. Es éste verdaderamente un gran misterio y una gran responsabilidad: dar la vida a nuevos seres, hechos “a imagen y semejanza de Dios”.
Resulta necesario, por consiguiente, que el temor salvífico de Dios, induzca a que el auténtico amor de los esposos dure “todos los día de su vida ”. Es necesario también que fructifique mediante una procreación responsable, según el querer de Dios.
El amor responsable, propio del matrimonio, revela también que la donación conyugal, por ser plena, compromete a toda la persona: cuerpo y alma. Por eso, la relación matrimonial no sería auténtica, sino una convergencia de egoísmos, cuando se descuida el aspecto espiritual y religioso del hombre. En ella, por tanto, no podéis olvidaros de Dios ni oponeros a su voluntad, cerrando artificialmente las fuentes de la vida. La actitud antinatalista, que está lejos de vuestras genuinas tradiciones, constituye una grave alteración de la vida conyugal. Así lo quise poner de relieve en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio. «Es precisamente partiendo “de la visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna”, por lo que Pablo VI afirmó, que la doctrina de la Iglesia “está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador”. Y concluyó recalcando que hay que excluir, como intrínsecamente deshonesta, “toda acción que, en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación”» (Familiaris consortio, 23).
Como enseña el Concilio Vaticano II, recordad también que “puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por tanto, hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de los hijos. Este deber de la educación familiar, es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra, personal y social, de los hijos. La familia es, por lo tanto, la primera escuela” (Gravissimum Educationis, 3).

Ese derecho y ese deber de los padres, “original y primario respecto al deber educativo de los demás” (Familiaris consortio, 36) no se limita sólo a la educación doméstica, que les corresponde necesariamente: también se extiende a la libertad de que deben gozar para elegir las escuelas en que se educan sus hijos, sin sufrir trabas administrativas ni económicas por parte del Estado; al contrario, la sociedad debe otorgar facilidades para que realicen con eficacia esa libre elección (Carta de los derechos de la familia).


7. Siendo la familia la célula básica, tanto de la sociedad civil como de la eclesial, el vigor de la vida familiar reviste particular importancia para el Estado y para la Iglesia. Las dos dimensiones, aunque distintas, están unidas íntimamente y explican por sí mismas los cuidados que la Iglesia y el Estado deben prodigar al bienestar familiar. En la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio pedía a las comunidades eclesiales, “llevar a cabo toda clase de esfuerzos para que la pastoral de la familia adquiera consistencia y se desarrolle, dedicándose a este sector verdaderamente prioritario, con la certeza de que la evangelización, en el futuro, depende en gran parte de la Iglesia doméstica” (Familiaris consortio, 65). Sé que vuestros Pastores, queridos hijos de Argentina, están elaborando un Plan de pastoral familiar: agradecedles este esfuerzo y pedid al Señor que su aplicación rinda los frutos que Dios y la Iglesia esperan de vosotros.
A los agentes de pastoral familiar –sacerdotes, religiosos, catequistas, etc.– les aliento encarecidamente a que sean conscientes de la importancia de su tarea; que sepan enseñar y ayuden a cumplir el proyecto cristiano de vida familiar; que no se dejen llevar por modas pasajeras contrarias al designio divino sobre el matrimonio; que realicen una profunda labor apostólica para lograr una seria y responsable preparación y celebración de ese “sacramento grande”, signo del amor y de la unión de Cristo con su Iglesia.

8. Todo esto, queridos hermanos y hermanas, demuestra la importancia de nuestro encuentro y el valor de esta gran oración con las familias y por las familias de toda la Argentina.
Nos hallamos ante la presencia de Cristo en su misterio pascual donde se ha revelado plenamente el amor de Dios por el ser humano: por el hombre y la mujer, por cada uno de los matrimonios, por todas las familias.
“El nos amó primero, y envió a su Hijos como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1Jn 4, 10) y el Hijo, Cristo, nos ha amado con amor redentor y, a la vez, esponsal. Este amor permanece, como su don para todo matrimonio y para toda familia, en el “gran sacramento” de la Iglesia.
¡Esposos y padres argentinos! ¡Amaos con amor recíproco! ¡Acudid a la intercesión de María Santísima y a la de su esposo San José para que la gracia del sacramento del matrimonio permanezca en vosotros, y fructifique con el amor que está en Dios! ¡Y que a Dios conduce! Así sea.

Fuente: Juan Pablo II entre nosotros - Libro de Oro de una visita Inolvidable - Edición Extraordinaria revista Esquiú. Abril 1987 páginas 135 a 138.



Renovacion de las promesas matrimoniales (Misa por las familias Cordoba)

Palabras finales (Misa por las familias Cordoba)

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